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domingo, 3 de abril de 2011

La grande guerra (1959) Mario Monicelli


El 29 de noviembre de 2010, Mario Monicelli, cineasta italiano de 95 años, de una extensa y celebre trayectoria, en la que llegó a codearse con las más grandes estrellas de su patria, especializándose en la comedia. Aquejado por una batalla contra el cáncer, decidió poner punto final a su vida arrojándose del quinto piso de una clínica romana.

La llamada commedia all’italiana no volverá a ser lo mismo sin uno de sus creadores. Monicelli pese a su avanzada edad y a su salud continuó trabajando sin parar, porque para alguien como él, contar historias era una compulsión, era un remedio contra el tedio. Trataba siempre de contar historias sencillas, humanas pero sobre todo divertidas. En la grande guerra, la que tal vez sea su obra más recordada, asistimos a las picardías y también a los pesares de dos soldados de infantería. Un romano y un milanés reclutados para frenar el paso a los austriacos en la frontera norte. Tarea que de mala gana cumplen, tratando como sea de evitar exponer el pellejo. Oreste Jacovacci y Giovanni Busacca, Dos canallas que se apuñalan por la espalda a la menor oportunidad, por unas liras o un permiso de descanso, pero aprenden a vivir el uno y el otro, obviando las ordenes indiferentes de sus altos mandos, y el barullo de las bombas y la metralla por unas horas de parloteo con el resto de la compañía, o por el cariño de las prostitutas locales.

Jacovacci y Busacca están interpretados por, ni más ni menos que Alberto Sordi y Vittorio Gassman, dos actores irrepetibles, expertos tragicómicos, como suele ser todo intérprete trasalpino que se respete, vivaz e insolente en apariencia, pero sensible y de imaginación novelesca si llega a su vida una donna de buen ver, independientemente de cómo se gane el pan de cada día. Aquí hace entrada triunfal otra stella, Silvana Mangano. La prostituta que conoce al derecho y al revés de horarios y relevos en el pelotón, y que roba el corazón de Busacca, al igual que su billetera.

La gran guerra es una de las mejores películas de todos los tiempos, una entrañable oda a la camaradería y al heroísmo, Senderos de gloria (Stanley Kubrick. 1957) y El tesoro de sierra madre (John Huston. 1947) vienen a la mente en su visionado. Todas poseen el garbo y el cuore suficiente para acomodarlas en un selecto panteón de aquellas historias a las que no les falta ni les sobra nada.

Monicelli, el grande Mario, decidió entonces correr la misma suerte que sus personajes, vivir sus travesuras, afrentar los formalismos, y una vez se extinguió su fuego y se vio arrinconado entre decisiones como perecer lentamente y con dolor, postrado en una cama de hospital, y dejar de hacer cine, su vocación, a la que amó y a la que obsequió maravillas como esta. Salió por la puerta del frente a terminar su tragicomedia, con todo el dramatismo y la fuerza requeridos. Addio, maestro.

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