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domingo, 17 de abril de 2011

Billy Liar (1963) John Schlesinger

La consagración absoluta de Tom Courtenay como el “leading man” preferido (honor que comparte con Albert Finney) de este neorrealismo a la inglesa que fue el free cinema, llegaría cuando Tony Richardson le dio su primer rol en la gran pantalla, como Colin Smith en la maravillosa e inigualable “La soledad del corredor de fondo” (1962).

Algo sucedió en Italia con el citado movimiento, los fundadores de este no iban siempre a contar las mismas lóbregas historias de necesidades y sufrimientos económicos o espirituales, siendo Vittorio De Sica el artífice de “milagro en Milán” la primera película neorrealista con elementos de fantasía, una historia sobre los mismos protagonistas, las clases bajas, pero sin un destino final tan cruel como, por ejemplo, el de los mensajeros en bicicleta, ancianos sin pensión, infantes lustrabotas, o los miembros de la resistencia contra el nazismo. Un realismo que jugueteaba con la irrealidad y ponía por vez primera una risa como remedio purificador para tantas lágrimas.

Casi una década más tarde, regresamos a Inglaterra, donde John Schlesinger toma al ya consagrado Courtenay, lo despoja del fulgurante odio y rebeldía (con justa causa) de su anterior encarnación, para hacer ahora de él un joven provinciano de clase media con menos problemas, pero no por eso menos embarazosos, como: vivir aun con sus padres y sus constantes quejas, un trabajo sin futuro en una funeraria, y el ocasional asalto de las crédulas lugareñas a las que les prometió el cielo y la tierra por haber osado meterse en sus camas por una noche. El director entonces otorga dosis de fantasía y comedia que no habían sido abarcadas a tal grado en el free cinema, dada la seriedad de los temas que se narraban hasta ese entonces. Ya luego vendrían a tomar partida de esa socarronería el propio Tony Richardson con “Tom Jones” y Lewis Gilbert con “Alfie”.

No está de más decir que el único propósito de este individuo, que responde al nombre de William Fisher, será el de hacerse un reputado guionista en la capital británica. Pero como espectadores de un día de su vida, de los propósitos y despropósitos de Billy, si no fuese por la afabilidad y encanto particular que esconde la interpretación de Tom Courtenay, sería visto por lo que en verdad es: un holgazán, mentiroso patológico y triste conformista.

La verdad detrás de las decisiones del mitómano protagonista puede ser vista de dos formas por este servidor, la primera: para encontrar la felicidad uno no debe necesariamente dejar todo atrás, porque después de todo, la felicidad es solo un estado mental que sirve de excusa en la sociedad para quebrar nuestra individualidad en pedazos, para ser un borrego más. La segunda: Billy, siendo el soñador irresponsable de siempre, es sobre todo un cobarde y conformista que no se privará a si mismo del placer y la importancia que le producen ser el protagonista de un mundo de ensueño, sin importarle nada más que fantasear para escapar de su aburrimiento y mediocridad.

Así que como el lector -si lo hay- pudiere darse cuenta, se trata de una cinta que toca temas muy personales, un cuento lúgubre pero con mucha comicidad, tan triste pero tan divertido como descender y chocar violentamente contra el pavimento luego de un apacible vuelo de los sentidos.

lunes, 11 de abril de 2011

They shoot horses, don't they? (1969) Sidney Pollack


No es tan solo una retrato de la pobreza en EEUU en la década del 30, en la que unos cuantos “suertudos” logran ingresar a un concurso de feria que llegará a su fin solo cuando quede una pareja de pie, después de sortear carreras y bailes por días enteros por un mísero refrigerio y un mugroso catre para tener unos minutos de descanso. No es solo eso, es una alegoría que refleja el poder del aparato estatal, y la forma oculta de esclavismo impuesta a todos sus ciudadanos. Los parias, cegados por promesas vacías y empujados al abismo cuando no pueden beneficiar a la gran maquinaria que los mantiene. No les resulta suficiente con condenar a un individuo al olvido, sino que indistintamente disparan contra sus sueños, que cual gallardos corceles, alguna vez pudo ver galopar, pero ahora yacen, pudriéndose en algún lugar de su conciencia.


No sé si mi noción esta errada, o si suena a pura y llana demagogia, solo recuerdo el asco y el desasosiego que me transmitió esta película. La obra maestra de Sidney Pollack. Una de aquellas de finales de los sesenta que cambió la forma de ver y hacer cine, abriendo sombríos prospectos de nuestra existencia.
Exuda un venenoso resentimiento contra el sistema, una denuncia contra el propio ser humano, su ingratitud, indiferencia e insignificancia cósmica. La batalla campal por el dios dinero, perdida de antemano por la gran mayoría.

domingo, 3 de abril de 2011

La grande guerra (1959) Mario Monicelli


El 29 de noviembre de 2010, Mario Monicelli, cineasta italiano de 95 años, de una extensa y celebre trayectoria, en la que llegó a codearse con las más grandes estrellas de su patria, especializándose en la comedia. Aquejado por una batalla contra el cáncer, decidió poner punto final a su vida arrojándose del quinto piso de una clínica romana.

La llamada commedia all’italiana no volverá a ser lo mismo sin uno de sus creadores. Monicelli pese a su avanzada edad y a su salud continuó trabajando sin parar, porque para alguien como él, contar historias era una compulsión, era un remedio contra el tedio. Trataba siempre de contar historias sencillas, humanas pero sobre todo divertidas. En la grande guerra, la que tal vez sea su obra más recordada, asistimos a las picardías y también a los pesares de dos soldados de infantería. Un romano y un milanés reclutados para frenar el paso a los austriacos en la frontera norte. Tarea que de mala gana cumplen, tratando como sea de evitar exponer el pellejo. Oreste Jacovacci y Giovanni Busacca, Dos canallas que se apuñalan por la espalda a la menor oportunidad, por unas liras o un permiso de descanso, pero aprenden a vivir el uno y el otro, obviando las ordenes indiferentes de sus altos mandos, y el barullo de las bombas y la metralla por unas horas de parloteo con el resto de la compañía, o por el cariño de las prostitutas locales.

Jacovacci y Busacca están interpretados por, ni más ni menos que Alberto Sordi y Vittorio Gassman, dos actores irrepetibles, expertos tragicómicos, como suele ser todo intérprete trasalpino que se respete, vivaz e insolente en apariencia, pero sensible y de imaginación novelesca si llega a su vida una donna de buen ver, independientemente de cómo se gane el pan de cada día. Aquí hace entrada triunfal otra stella, Silvana Mangano. La prostituta que conoce al derecho y al revés de horarios y relevos en el pelotón, y que roba el corazón de Busacca, al igual que su billetera.

La gran guerra es una de las mejores películas de todos los tiempos, una entrañable oda a la camaradería y al heroísmo, Senderos de gloria (Stanley Kubrick. 1957) y El tesoro de sierra madre (John Huston. 1947) vienen a la mente en su visionado. Todas poseen el garbo y el cuore suficiente para acomodarlas en un selecto panteón de aquellas historias a las que no les falta ni les sobra nada.

Monicelli, el grande Mario, decidió entonces correr la misma suerte que sus personajes, vivir sus travesuras, afrentar los formalismos, y una vez se extinguió su fuego y se vio arrinconado entre decisiones como perecer lentamente y con dolor, postrado en una cama de hospital, y dejar de hacer cine, su vocación, a la que amó y a la que obsequió maravillas como esta. Salió por la puerta del frente a terminar su tragicomedia, con todo el dramatismo y la fuerza requeridos. Addio, maestro.

sábado, 2 de abril de 2011

Blow Out (1981) Brian De Palma

Intriga de Brian De Palma que bebe de un sinnúmero de obras de similar planteamiento paranoico-conspiratorio como “La conversación” (F.F. Coppola) “Blow up” (Antonioni) o “The palallax view” (Pakula) sin prescindir, claro está, de los usuales guiños a su idolatrado Alfred Hitchcock.

John Travolta, en la que a mi parecer es la mejor actuación de su carrera, da vida a un huraño sonorizador de películas de bajo presupuesto, testigo ocular de un accidente automovilístico en el que pierde la vida un célebre candidato presidencial. Basándose en las cintas de audio que pudo tomar esa noche, iniciará un estudio obsesivo del incidente, lo que le llevara a concluir que el extraño accidente se trata de un asesinato ordenado por allegados del político con intereses disímiles.

El tratamiento visual del director, su ya conocida gramática narrativa que a unos escandaliza y a otros fascina (aquí estoy yo), contribuye a hacer de una trama en partes manida, un estudio interesante de tres personalidades, el curioso pero atormentado protagonista; una cosmetóloga y prostituta que abordaba el automóvil al momento del accidente (Nancy Allen, compañera de De Palma en esos años) y la más inquietante, la del asesino a sueldo que los acecha a ambos, un psicótico John Lithgow.

La evocativa música de Pino Donaggio realza la química entre Travolta y Allen, limpia todo lo demás, el feo y retorcido tema que aborda, la inmundicia que llena los pasillos de productoras fílmicas de nulo talento, noticieros y periódicos des informativos, edificios gubernamentales sin integridad ni honor y desfiles que conmemoran mentiras ocultas para el público; todo en esta historia está podrido y hiede, excepto el cariño y apreciación mutua que nace entre dos desgraciados. Y si su amor es tan fuerte que está condenado a aumentar exponencialmente hasta consumirse de súbito, para ambos queda un recuerdo del otro, enaltecido, inmortalizado, en imagen o en sonido.

Sin ánimo de dañarle el visionado a alguien o de predisponerlo, la escena final de esta película es de aquellas que se imprimen en las retinas, como una horrible pesadilla que golpea en donde más duele. Uno de los logros más grandes de De Palma.