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domingo, 17 de mayo de 2009

Vertigo (1958) Alfred Hitchcock

por Pierluigi Puccini

Estimado lector, podría iniciar un comentario acerca de esta película de infinitas maneras, sin embargo solo optaré por decir, antes de que usted sea victima de la somnolencia o de la simple indiferencia, que este filme cambió mi vida.

Creo que, siendo un ser humano, no soy diferente a aquellos para los que la palabra, sea hablada o escrita, puede ejercer tanta presión sobre su psique, o su significado puede tener tal envergadura, que les es casi imposible expresarse coherentemente. Debido a ese hecho paradójicamente tan magnifico como infortunado, mis procesos mentales y hasta mi facultad del habla pueden llegar a truncar mis esfuerzos por comunicar las cosas mas grandes que le han pasado a mi vida, como el haber observado, escuchado y sentido por primera vez la obra en cuestión.

Romanticismo es lo que adorna cada fotograma, dialogo, pieza musical, motivo o situación de esta autentica joya del séptimo arte. Cada engranaje o eslabón funciona, de forma individual o conjuntamente, de forma tan perfecta que desde los cimientos, hasta el acabado final, es posible percibir la genialidad de cada uno de los involucrados y de su casi inmaculada forma de hacer cine.

Hablemos de Alfred Hitchcock, realizador británico del que al opinar, puedo pero no deseo ser imparcial, y la forma de responder a eso es que en mi opinión se trata de tal vez el mejor y más influyente cineasta que alguna vez deleito a la crítica y a las masas por igual. Con su impecable narrativa, Hitchcock fue uno de los catedráticos del cine puro, forma en la que el dialogo sustituye a la imagen solo cuando es estrictamente necesario, o cuando en imposible otorgarle información a la audiencia de otro modo inteligible, por lo que en su prodigiosa puesta en escena todo esta dispuesto de tal forma que no hay espacio para la gratuidad.

Vértigo fue para su hacedor, tal vez la obra más personal dentro de su esplendida filmografía. Una declaración de principios que lidiaba con su obsesión por el lado oscuro del ser humano, y por las cabelleras rubias de las damiselas, frías en sociedad pero incandescentes en la intimidad.

El lado oscuro del ciudadano medio es John Ferguson, conocido en círculos mas íntimos como ‘Scottie’ encarnado aquí por un formidable James Stewart, otro miembro del olimpo cinematográfico, sumergido aquí hasta limites insospechados en el personaje más taciturno, huraño y emocionalmente destrozado al que alguna vez dio vida.

El objeto de afecto de Scottie Ferguson no podía ser otra que la rubia platino Madeleine Elster, una irresistible diosa de carne y hueso llamada Kim Novak, quien más que deslumbrar, incendia la pantalla con su inconmensurable belleza y fragilidad. Una fantasía masculina casi inalcanzable.

Alfred Hitchcock trabajó el loable guión partiendo de la novela de la pareja de escritores galos Pierre Boille y Thomas Narcejac, titulada ‘D\'entre Les Mortes’ (De entre los muertos). Primero encargó la adaptación al novelista Maxwell Anderson, con quien había trabajado un año antes en ‘El falso culpable’. El trabajo de Anderson no satisfizo a Hitchcock, quien tuvo como segunda opción a Alec Coppel y luego a Samuel Taylor.

El resultado del guión no fue una mera traslación de la novela original, la cinta bebió también de fuentes como el mito griego de Orfeo y Euridice, el cuento de E.T.A Hoffman ‘el hombre de arena’, y la opera de Richard Wagner ‘Tristan e Isolda’. Esta última es una influencia más evidente en la apoteósica partitura de uno de los fieles colaboradores del director, el compositor Bernard Herrmann, quien lleva cada resplandeciente imagen elaborada por Hitchcock y su habitual fotógrafo Robert Burkes, a extremos de euforia y de tristeza inescrutable.

Toda esa retahíla anteriormente confesada sirve, aunque sea poco, para traducir los intensos e hiperbólicos sentimientos que me invaden cada vez que tengo la oportunidad de presenciar este imprescindible testamento de la pasión vital, la melancolía, la pesadilla, la necrofilia y la obsesión amorosa, más allá de la vida y de la muerte. No son ni mas ni menos que síntomas que me hacen sospechar vagamente que podría sufrir del síndrome de Stendhal, aquella enfermedad psicosomática que afecta al individuo expuesto a una sobredosis de belleza artística, y que causa un elevado ritmo cardíaco, confusión, alucinaciones y, por si fuera poco, vértigo.