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lunes, 24 de abril de 2017

T2-Trainspotting (2017) Danny Boyle

-“Eres un turista de tu propia juventud”.

Con esa sentenciosa frase, Simon “Sick Boy” Williamson asume una posición crítica frente a su amigo Mark Renton, a su desaforada nostalgia, a su obsesión por volver al pasado como método expiativo para la traición que preparó y concretó veinte años antes de ese momento. El adusto Sick Boy parece también dirigirse todos los que nos encontramos en aquel momento, como Renton, tratando fútilmente de revivir aquel glorioso pasado de desenfreno y de lujuria por la vida de 1996, sin percatarnos hasta ese momento, de que esta es una historia diferente.

Aquella amarga manifestación sobre el paso del tiempo se cierne sobre mi mente, y se traslada ahora a otras áreas. De repente, me incomoda la butaca del cine, siento dolor en el cuello y la región lumbar, y me asalta un sinsabor tan propio como el de los personajes que estoy viendo en pantalla, aquellos que en la cinta original pasaron a ser hitos de la cultura popular por su temeridad y cinismo adolescente, ufanándose de su rechazo al consumismo y a las convenciones de su época; ahora solo son sombras. Sus cuerpos ya no aguantan el consumo y abuso del lubricante social de su predilección: la heroína; y en su mente, aunque deseen mejorar, entienden que han sido dejados al margen, como un indeseable residuo de la elitización residencial de Edimburgo, y específicamente del suburbio de Leith. No hay más alternativas que las de ingresar en ese aburguesamiento progresivo, o continuar como un grupo de perdedores por los años de vida que les restan.

Si la Trainspotting original escarbaba sin pudor ni reproches moralistas por ese universo pueril, nihilista y pendenciero de las drogas y sus consumidores, viéndose a sí mismos como estrellas de rock cada vez que el skag llegaba a sus venas (no en vano, en su corta pero trascendental estadía en Londres, la pandilla recrea el famoso cruce de la portada de Abbey Road) La nueva cinta no está exenta de momentos álgidos comparables a aquellos, con la diferencia fundamental de que lo que les sigue no es solo la cruda muestra del síndrome de abstinencia y las ganas irrefrenables de seguir consumiendo, sino constantes reflexiones sobre la masculinidad, la paternidad; la huella del tiempo en la amistad, la familia; la importancia de las decisiones que tomaron y ahora han de tomar para sobrevivir en un mundo que ya se olvidó de ellos y de sus ínfulas de voces de su generación. El personaje de Francis Begbie, recordado por su comportamiento irascible, por no decir psicótico, aborda también esta problemática vital cuando en una devastadora secuencia decide disculparse con su esposa e hijo, y pronuncia aquellos: “El mundo cambia, nosotros no.” o “Mi padre era un borracho. Yo soy un payaso. Tú serás un mejor hombre que los dos”.

El corazón de esta tardía secuela se encuentra no solo en el regreso y la redención de Mark Renton (momento clave es aquel nuevo alegato acérbico de “choose life…” a este nuevo siglo de pantallas y redes sociales, donde al final Rent Boy pone al descubierto una pesarosa desilusión hasta entonces oculta), sino en la decisión consciente de Spud Murphy por ser una mejor persona de lo que en realidad podría llegar a ser. Reconociendo en un principio el hecho de que es más probable que acabe con su vida, antes que abandonar su adicción. Pero Spud tiene en más alta estima a su progenie, hallando la forma de enmendar los lazos que poco a poco se han soltando, y convirtiéndose a su vez en el cronista de las azarosas aventuras de sus compinches.

T2 Trainspotting no se convertirá en una estampa generacional como fue su precursora, pero es una emotiva, jocosa, y brutalmente honesta reflexión sobre cuatro personajes que a pesar de sus múltiples demonios, quedaron grabados en las retinas y la psique de un puñado de nosotros, sin importar nacionalidad, raza, o sexo, muchos nos sentimos parte de aquel grupo desadaptado de Escoceses, que matan sus horas y su organismo en un pasatiempo inane.

Para el epilogo, luego de compartir los padecimientos físicos y emocionales de los cuatro nativos de Edimburgo, el sufrimiento de mi cuello y espalda ha cesado, y se dibuja una sonrisa en mi rostro mientras veo a Renton ingresando a su habitación, escogiendo un vinilo, iniciando un baile espasmódico que canaliza a su idolatrado e inmortal Iggy Pop, y cayendo en un eufórico trance no propiciado por la heroína, sino por las notas musicales.