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martes, 31 de enero de 2017

La La Land (2016) Damien Chazelle

El guionista y director Damien Chazelle regresó este año con una propuesta similar en muchos sentidos a su aplaudida y oscarizada primera incursión tras las cámaras, la intensa Whiplash, un retrato sobre los límites entre la disciplina y la obsesión artística, concretamente la musical.

La música vuelve a ser el eje central de la historia, y aunque solo en apariencia, este nuevo trabajo se juzgue a priori bastante más positivo y esperanzador que el anterior, Chazelle nos muestra en un principio la fachada de la ciudad de Los Angeles, la de ciudad cosmopolita, optimista; que acoge a todos por igual, sin importar su procedencia o su oficio. Poco a poco irá desdibujando esa cara amable de la ciudad, para dar paso a un lugar donde reina la competencia, donde prepondera la mediocridad y el facilismo sobre la integridad artística, y donde los sueños no se consiguen sin una cuota de sacrificio.

No esconde Chazelle su amor por los clásicos, ya sea por las obras de Federico Fellini, Busby Berkeley, Vincente Minelli, Nicholas Ray, Stanley Donen, Jacques Demy o Michael Curtiz, o por las coreografías de Ginger Rogers, Fred Astaire o Gene Kelly; su trabajo cabe de lleno en un postmodernismo revisionista, casi idólatra y desprovisto de ironía, ofreciéndolo como un bálsamo para uno de los panoramas políticos y sociales más desalentadores que hemos presenciado a nivel mundial en los últimos años.

La pasión por el proyecto también se percibe en la impecable labor de Linus Sandgren en la fotografía y en el calado emocional aportado por Justin Hurwitz en la música, con el predominante uso del piano, símbolo de romanticismo y búsqueda vital.







Aunque la intención no sea subvertir totalmente las narrativas legadas por el Hollywood de antaño, logra un interesante y necesario paragón entre La La Land y el Los Angeles real, como dos universos que coexisten paralelamente, uno como un estandarte de glamour y joie de vivre  y la otra como una ciudad de sueños abandonados a medio camino.






La idea del amargo pero inevitable tránsito de los personajes de la ensoñación a la concientización de que sus metas no podrán concretarse a menos que alguno esté dispuesto a sacrificarse no es algo nuevo. Ya el destino de Rick Blaine e Ilsa Lund en Casablanca, o el de Guy y Geneviève en Les parapluies de Cherbourg se había decretado; pero cuando Mia y Sebastian (unos magníficos Emma Stone y Ryan Gosling) lleguen a esa conclusión, y los colores pastel se hayan difuminado, el espectador habrá también saboreado con deleite cada manjar, por agridulce que sea, que este sueño colectivo le haya ofrecido, con reverencia y respeto al pasado, pero con brío y encanto para ser considerado un nuevo clásico. 

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