El guionista y
director Damien Chazelle regresó este año con una propuesta similar en muchos
sentidos a su aplaudida y oscarizada primera incursión tras las cámaras, la
intensa Whiplash, un retrato sobre
los límites entre la disciplina y la obsesión artística, concretamente la
musical.
La música vuelve
a ser el eje central de la historia, y aunque solo en apariencia, este nuevo
trabajo se juzgue a priori bastante más positivo y esperanzador que el
anterior, Chazelle nos muestra en un principio la fachada de la ciudad de Los
Angeles, la de ciudad cosmopolita, optimista; que acoge a todos por igual, sin
importar su procedencia o su oficio. Poco a poco irá desdibujando esa cara
amable de la ciudad, para dar paso a un lugar donde reina la competencia, donde
prepondera la mediocridad y el facilismo sobre la integridad artística, y donde
los sueños no se consiguen sin una cuota de sacrificio.

No esconde
Chazelle su amor por los clásicos, ya sea por las obras de Federico Fellini, Busby
Berkeley, Vincente Minelli, Nicholas Ray, Stanley Donen, Jacques Demy o Michael
Curtiz, o por las coreografías de Ginger Rogers, Fred Astaire o Gene Kelly; su
trabajo cabe de lleno en un postmodernismo revisionista, casi idólatra y
desprovisto de ironía, ofreciéndolo como un bálsamo para uno de los panoramas
políticos y sociales más desalentadores que hemos presenciado a nivel mundial
en los últimos años.
La pasión por el
proyecto también se percibe en la impecable labor de Linus Sandgren en la
fotografía y en el calado emocional aportado por Justin Hurwitz en la música,
con el predominante uso del piano, símbolo de romanticismo y búsqueda vital.
Aunque la intención no sea subvertir totalmente las narrativas legadas por el Hollywood de antaño, logra un interesante y necesario paragón entre La La Land y el Los Angeles real, como dos universos que coexisten paralelamente, uno como un estandarte de glamour y joie de vivre y la otra como una ciudad de sueños abandonados a medio camino.
Aunque la intención no sea subvertir totalmente las narrativas legadas por el Hollywood de antaño, logra un interesante y necesario paragón entre La La Land y el Los Angeles real, como dos universos que coexisten paralelamente, uno como un estandarte de glamour y joie de vivre y la otra como una ciudad de sueños abandonados a medio camino.
La idea del amargo
pero inevitable tránsito de los personajes de la ensoñación a la concientización
de que sus metas no podrán concretarse a menos que alguno esté dispuesto a sacrificarse no es algo nuevo. Ya
el destino de Rick Blaine e Ilsa Lund en Casablanca, o el de Guy y Geneviève en Les parapluies de Cherbourg se había decretado; pero cuando Mia y Sebastian
(unos magníficos Emma Stone y Ryan Gosling) lleguen a esa conclusión, y los
colores pastel se hayan difuminado, el espectador habrá también saboreado con
deleite cada manjar, por agridulce que sea, que este sueño colectivo le haya
ofrecido, con reverencia y respeto al pasado, pero con brío y encanto para ser
considerado un nuevo clásico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario