Hay quienes opinan que a veces para hacer cumplir la ley hay que quebrarla, o en su defecto “doblarla” lo suficiente sin que se llegue a tal extremo. Esa opinión no la comparto yo, tal vez debido a que en mi modo de vida no hay peligro que me aceche constantemente; lo que sí sé es que para un individuo que debe trabajar la selva de concreto, con toda su peligrosa y variada fauna y flora, la única ley vigente debe ser la de sobrevivir al final del día, que el dinero es un fácil consuelo, y que la tranquilidad absoluta no existe, ni mucho menos se puede comprar.
La vida del detective de narcóticos Danny Ciello se desmorona paradójicamente a causa de su coraje. En el lugar donde lleva a cabo su profesión, la calle, no hay espacio para remordimientos, para ataques imprevistos de moral. La ley se desconoce por completo, porque la única diferencia entre quienes la violan es una placa.
Las prisiones de la mente son mucho peor que las físicas. El querer obrar bien, dar un paso adelante y decir la verdad sobre un mundo sin otra ley ni otro dios que el dinero, no solo es contraproducente, es mortal, es una condena voluntaria al ostracismo, porque es romper una suerte de orden maligno establecido, hacer rodar varias cabezas pero a cambio de la propia.
Es triste ver como los mentirosos e hipócritas son aplaudidos y ennoblecidos mientras otros son abucheados, tratados con desdén y en los casos más tristes, asesinados por decir la verdad, para aplacar su creciente culpa, su secreto repudio por lo que deben hacer en su trabajo.
Ya había tenido la suerte de ver de la mano del cineasta Sidney Lumet otra cruda y verosímil dramatización de la misma problemática (Serpico, 1973), pero debo decir que esta la supera por un margen muy amplio. “El príncipe de la ciudad” es un logro rotundo, una exposición sin concesiones, directa al corazón de una vida tan vertiginosa y una psique tan roída como la de un oficial de policía que decide expiar sus culpas, para malestar del sistema corrupto que lo emplea.
Del protagonista Treat Williams, decir que merecía mejor suerte en el injusto mundillo del espectáculo es decir muy poco. Borda su papel como un grande, con brío y tenacidad.
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