Desconcierto, sopor o indiferencia son algunos de los síntomas más inmediatos que pudiera llegar a provocar uno de los últimos trabajos de alguien cuyo nombre en antaño fue sinónimo de maestría fílmica, Francis Ford Coppola.
Para nadie es fácil llevar a cuestas la impronta de no una sino cuatro historias hoy en día engalanadas (con total justicia) con el ropaje de hitos del séptimo arte: El padrino, El padrino parte II, La conversación y Apocalypse now.
Pareciera que Coppola, ya en el ocaso de su carrera, se hubiese dedicado a contemplar el pasado con desprecio (tal vez bajo el efecto de su propia marca de vino, con la que financió esta película) planeando un modo de cortar cualquier vestigio de ilustre artesano de estudios hollywoodenses y querer ahora renacer como un autor independiente, rol que abandonó hace treinta años por un pacto “fáustico” con el productor Robert Evans y la Paramount Pictures, para llevar al cine la mencionada “el padrino”, proyecto por el que sacrificó hasta cierto punto la libertad que gozaba cuando era un joven cineasta, interesado solo en contar historias pequeñas y personales, y a quien poco le importaba si contaba con estrellas, presupuestos o si lograba millonarios recaudos en taquilla.
Me apena mucho que un hombre que ha mostrado tal tenacidad, tal valentía en su arte no haya dado con el proyecto indicado para lograr sus fines artísticos (e incluso comerciales). Porque hay historias en las que cada parte funciona como un engranaje, si uno rechina puede que no suceda mayor cosa, pero si varios dejan de funcionar, dañaran irreparablemente la maquina: La fotografía digital de Mihai Malaimare Jr. aunque bonita, le da la desfavorable apariencia de un telefilme; el montaje, a pesar de llevar la firma del avezado Walter Murch, es totalmente arrítmico, aunque ¿será su culpa o más bien la de un Coppola empeñado en mostrar, a costa de la paciencia del espectador, subtramas baladí sobre orientalismo y codicia científica?
A los desfalcos técnicos podemos sumarle una narrativa aletargada e insufriblemente contemplativa como la de Andrei Tarkovski; o una atmosfera y trama casi indescifrable, como la de un David Lynch en horas bajas (no tan bajas como las del propio Lynch en su última y abominable “inland empire”).
Pero no todo es execrable, la enmarañada historia (originalmente una novela del lingüista rumano Mircea Eliade) arranca con interés, con un hombre afligido física y emocionalmente a quien el golpe de un rayo le devolverá la juventud, para embarcarse con ello en su odisea personal, una segunda oportunidad de recuperar el amor y el conocimiento, menguados por el paso de ese asesino implacable llamado tiempo.Si obviamos el extenso intermedio (desesperante, autocomplaciente, inefable) Los dos extremos del filme, el inicio y la conclusión, puede que sean los que lo salven de naufragar, haciendo eco de tragedias románticas y existenciales como “El retrato de Jennie” (William Dieterle, 1948), “Vertigo” (Alfred Hitchcock, 1958), o Fausto (F. W. Murnau, 1926).Otras bazas a favor son los dos intérpretes principales: Tim Roth, un actor capaz de encarnar de forma sutil y sensitiva tanto el desconsuelo como la afabilidad de los aludidos Joseph Cotten y James Stewart (así de bien lo había hecho antes en la fábula de Giuseppe Tornatore “la leyenda del pianista en el océano” ); y Alexandra Maria Lara, que en el fugaz ir y venir de su endeble personaje, aporta ternura, una piel tersa, y unos grandes y ensoñadores ojos que no cesan de inspirar al que escribe.
Mención aparte a la labor musical del argentino Osvaldo Golijov, una partitura sencillamente sublime.
Francis, aprovecha bien tus siguientes oportunidades, yo sé que puedes, recuerda que hay más talento en tu dedo meñique que en la cabezota de tu hija Sofia.