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viernes, 5 de noviembre de 2010

Wake in Fright (Ted Kotcheff. 1971)

Cuando escribía un primer borrador de esta pequeña apreciación, cosa que no suelo hacer en medio de una clase, a menos que sea tremenda e

insoportablemente aburrida, me hallaba en un lugar propicio para hablar del filme por el que me desvele la noche anterior. Estaba encerrado en las cuadro paredes de un aula universitaria oyendo (no escuchando) al profesor de turno hablar sobre la hacienda pública y el derecho tributario, cosa que en mi no suscita un mínimo interés. Y observando en derredor las caras largas, los ojos entrecerrados, pies balanceándose, en fin, una veintena de seres actuando por inercia, aguantando sin desfallecer hasta que el reloj del profesor (que usualmente está más atrasado que el de sus discípulos) marcase ya la hora propicia para ir a almorzar.

Para no irme por la tangente, así también comenzaba “Wake in fright” (retitulada “despertar en el infierno”) una película que ostenta justificadamente su status “de culto” y que hasta hace poco era algo así como el santo grial de la industria fílmica australiana, perdidos sus rollos originales sabrá Dios (o el diablo) donde, y como ya apunté, recientemente rescatado y restaurado en una calidad más que aceptable. También ha sido objeto de comparaciones (para nada odiosas) con la controvertida obra maestra de Sam Peckinpah “Straw Dogs” (Perros de Paja. 1971). Además de ser notables; en ambas se discuten los ritos masculinos, pruebas mortales en las que se verá al final de que esta hecho cada uno, si es capaz de defender su integridad física y mental abandonando el raciocinio y el dialogo, en consecuencia usando la fuerza como el único recurso valido en tierra de nadie.

En una lectura lineal de esta obra se nos presenta a John Grant, un hombre ensimismado y medianamente culto, delegado (o condenado, como a él le gusta pensar) por el sistema educativo como profesor en una zona remota del desierto, que suele calmar su ansiedad a base del néctar australiano por excelencia, la cerveza. Lo único que anhela este individuo será visitar a la novia que le espera en la civilización (Sidney). Para ello encuentra la oportunidad perfecta en las vacaciones navideñas. La antesala de la odisea de supervivencia que esta por vivir la experimenta en un salón de apuestas donde, cegado por la codicia pierde todo su dinero. Conocerá luego al “Doc” Tydon (Donald Pleasence) y a sus singulares compinches, quienes lo introducirán en juergas que además del alcohol y la velocidad, incluyen la indiscriminada y brutal cacería de canguros.

En los primeros minutos, una ínfima porción del desierto australiano nos es expuesta a través de un movimiento de 360°, denotando como a pesar de la inmensidad imaginable de estas tierras áridas, seremos testigos de la claustrofobia, asfixia y sofoco que es capaz de producir el sol al golpear con toda su fuerza sobre suelo estéril.

La sequedad y desolación es palpable tanto en el ambiente como en los integrantes de esa pequeña comunidad en el medio de la nada, grandes y chicos compartiendo un salón y esperando con afán a que el maestro Grant de por terminada la sesión para poder cada uno dirigirse a su hogar y así poner en marcha sus deseos particulares, en el caso de Grant, se desencadenarán eventos difíciles de olvidar, que lo pondrán de cara con un salvajismo y crueldad desconocidos para él, seductores al principio y más tarde recrudecedores de apetitos primitivos y de la autodestrucción.

Como obra digna de su tiempo, existencialista y angustiante, relata otro intento de escape de un modo de vida monótono, ordinario, vacuo, de prisiones autoimpuestas y de constantes choques que frustrarán el deseo motor del protagonista central. Preso de un desequilibrio mental propulsado por la bebida, tramará la limpieza de todo rastro del destrozo que causó en calidad de autor y/o cómplice y de paso se vengará de quien él considera el principal instigador de todos sus males: el personaje interpretado por Donald Pleasence, quien al final resulta casi que una figura mefistofélica.

El pujar infructuosamente por la consolidación de un sueño, que este le estalle a uno en la cara y refleje una fiera bestia interior es motivo para que el acongojado Grant se encuentre de nuevo en la misma encrucijada que al principio, condenado a vivir un tortuoso ciclo sin fin.