Poco o nada
tiene que ver lo uno con lo otro, pero mientras en mis ratos de ocio melómano
escuchaba el tema “en el juego de la vida”, un popular bolero de corte
existencialista interpretado por Daniel Santos y La Sonora Matancera, mi
imaginación gestó una imagen poco agradable a mis sentidos: un garito mugroso
atestado de vagos, bajo una espesa humareda, observando con total atención a
dos de sus semejantes en una partida de billar. No me fue posible conectar una situación
como aquella con alguna remembranza propia, porque la verdad, y así suene a
pedante excusa pequeñoburguesa, nunca en mi vida he estado en un sitio así, ni
siquiera en las escapadas de mis días de colegial, cuando uno o dos compañeros
precoces y más temerarios que yo me invitaban a presenciar escenas similares,
para matar el tiempo, en algún local de dudosa reputación en el centro de la
ciudad, hasta que concluyera la jornada escolar y cada uno se dirigiera a su
casa fingiendo haber pasado otra mañana bajo el cuidado y la tutela de nuestros
ilustres maestros.
El recuerdo de
haber declinado respetuosamente dichas ofertas, me llevó a pensar en una única historia
de la que pude haber impreso en mi cerebro imágenes tan sórdidas, y la sentía
aún más al oír de nuevo a Santos fraseando: “…nada
te vale la suerte, porque al fin de la partida gana el albur de la muerte (…)
Cuatro puertas hay abiertas al que no tiene dinero, el hospital y la cárcel, la
iglesia y el cementerio…” esta canción
parecía aludir a la increíble y triste historia de “Fast” Eddie Felson. Pobre diablo con un único talento: barrer las
mesas de pool usando el taco de forma sublime. Aptitud que usa para apostar y así
serenar su dipsomanía, y con frecuencia para timar a incautos.
La película del
director Robert Rossen se funda en una clásica historia de jugador dostoievskiniano, el viacrucis
particular de un antihéroe melancólico, preso de sus demonios.
Se apoya en un
plantel de actores en estado de gracia: George C. Scott, Jackie Gleason, Piper
Laurie, y especialmente un joven Paul Newman que toca
techo en su apasionado y vibrante retrato central.
Había sido a
Eddie “El rápido”, la extraordinaria encarnación de Newman, a quien invocaba
esta música amarga. Su terquedad irracional, su afición malsana a la bebida y
al dinero fácil, un individuo condenado a tomar malas decisiones, a estrecharle
la mano al diablo en tratos desfavorables, perdiendo para siempre a las únicas
personas que se preocuparon realmente por él, condición que paradójicamente le
encaminará a la templanza y al carácter
que de otra forma jamás hubiera ganado. A veces solo al tocar fondo se puede
emerger como un ganador.